Son diversos los medios que las personas empleamos para expresarnos trascendiendo por mucho el lenguaje oral y escrito que solo alcanza a cubrir una parte de lo que queremos expresar, convirtiéndose el cuerpo en el instrumento del que nos valemos para este fin. El cuerpo se vuelve el medio para reflejar características de la identidad, mostrar quienes somos o lo que consideramos que somos, siendo así, es común observar signos como tatuajes, perforaciones, expansiones en los lóbulos de las orejas, modos de vestir, estilos para llevar el cabello o lucir accesorios para adornar el cuerpo, sólo por mencionar algunos ejemplos.
Sobre estos modos de relacionarse con el cuerpo no es extraño encontrarse con prejuicios como que “los hombres deben llevar el cabello corto y las mujeres el cabello largo” o “el color azul y lo carritos son para niños; el color rosado y las cocinitas son para las niñas”, ideas que –a mi parecer – han sido construidas bajo una concepción o supuestos de lo que le corresponde al hombre y a la mujer desde un punto de vista social.
De otro lado, si del cuerpo se trata, la postura biológica es clara, la genitalidad determina tu sexo, como hombre o mujer, según lo expresa Torras (2007) existen unos parámetros biológicos que hace “legibles los cuerpos”; postura que es naturalizada a la vez que normativizadora. En mi opinión, es a partir de este determinante biológico normalizador que, sumado al supuesto propósito reproductivo de la especie humana, se gesta lo que se consideraría como la aparente única relación vincular amorosa: la heterosexualidad, la relación hombre-mujer exclusivamente.
Ahora bien, sobre el prejuicio, ¿Qué sucede si escapo a esta “normatividad-normalidad”? En la mayoría de casos vendría el señalamiento, una especie de presión social para que la persona “encaje”, para que su subjetividad corresponda con la imagen de ese cuerpo sexuado y se actúe conforme a esto. Dicho de manera simple, “no te puede gustar o sentir atracción sexual por un hombre si eres hombre o por una mujer si eres mujer”; la experiencia erótica es reductible sólo a lo hetero, sexo y género tomados como un atributo indisociable del cuerpo. En este sentido, también se espera que, como se ha mencionado previamente, ese cuerpo luzca en su apariencia, de acuerdo con el sexo que le corresponde, es decir a su genitalidad y actúe del mismo modo, conforme a lo que la sociedad espera, características masculinas en el caso de los hombres y femeninas para la mujer.
Muchos de los casos con los que me he encontrado en mi ejercicio clínico vacilan al momento de hablar del aspecto amoroso, incluso cuando en algunas ocasiones suele ser prioridad entre sus demandas. Se percibe una suerte de temor al prejuicio, a “ponerse en evidencia”, por lo que se requiere continuar fortaleciendo un ambiente y relación de confianza que posibilite la apertura al tema y logre ponerlo en palabras si es éste su interés. Esta experiencia me ha permitido ver de manera más clara, la presión social que recae sobre aquellos que no transitan la experiencia erótica heterosexual, siendo en ocasiones la familia los primeros referentes en expresar señalamientos, promoviendo de manera sutil o en ocasiones impositiva el transitar la identidad sexual con reserva (a escondidas).
Finalmente, esta reflexión que es a su vez un monólogo a medida que lo escribo me lleva a pensar que no parece ser una tarea fácil romper estas concepciones normativas tan fuertemente instauradas en la sociedad, por lo menos al punto de naturalizar de igual manera formas de amor distintas a la relación hetero. Sin embargo, es preciso avanzar de manera individual y colectiva progresivamente en la comprensión de que la experiencia erótica homosexual es quizás igualmente común a la heterosexual, que la orientación sexual es diversa y que esto no corresponde a un trastorno psicológico o psiquiátrico como he escuchado a algunos insinuar de manera jocosa en ocasiones.
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